La cartelera perdida (III)
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Un imagen la época de la Torre de Madrid.
(viene del asiento del 23 de julio)
Que en marzo de 1985 las proyecciones de la Filmoteca encontrasen su nuevo acomodo en la sala Torre de Madrid fue una alegría. No carente, eso sí, de un poso de pena. Alegría porque, junto a los Alphaville de Martín de los Heros, la Filmoteca ya era mi sala favorita. Y no sólo volvía a funcionar, sino que lo hacía además relativamente cerca de mi casa. Campamento, mi barrio, no queda lejos de la Plaza de España, donde estaba el Torre. Entonces, además, tenía metro directo. Así las cosas, de haber prisa y suerte con el suburbano, sin olvidar que de joven era capaz de correr, aunque bebía y fumaba, en un momento dado podía ponerme en media hora o poco más frente a la pantalla.
El poso de tristeza de aquella alegría vino dado por esa nostalgia de ir al cine a la antigua usanza, como se hacía en mi infancia y adolescencia, cuyo crepúsculo acababa de empezar inexorable. Nunca he querido caer en la sensiblería, en ese sentimiento fácil de Giuseppe Tornatore, que deja ciego a Alfredo (Philippe Noiret), el proyeccionista de su Cinema Paradiso (1988), en uno de esos incendios que con tanta frecuencia se declaraban en las cabinas de proyección anteriores al filme de seguridad. Pero en esencia, la nostalgia de mi cartelera perdida es algo muy parecido.
El Torre de Madrid, que se decía cuando se llamaban "cines" a las salas de proyección, era una prolongación de sus pares de la Gran Vía. Así rezaba su publicidad y así ha quedado en mis evocaciones. Dicho de otra manera, el Torre de Madrid era una sala de estreno, de aquellas de mis primeros años con cortinones cubriendo la pantalla -que siempre era en scope-, confortables butacas forradas de terciopelo, alfombras en los pasillos y dorados por doquier. Allí vi por primera vez La gran evasión (John Sturges, 1963), por poner un ejemplo.
No importa que en algunos casos haya pasado más de medio siglo, aún recuerdo con exactitud las salas donde descubrí las cintas que, siendo todavía un mero espectador, ya me dejaron maravillado: El puente sobre el río Kwai (David Lean, 1957) fue en el Argüelles, que estaba en la calle Tutor; El Álamo (John Wayne, 1960) en el Conde Duque, que todavía sigue en los primeros números de la de Alberto Aguilera; Blade Runner (Ridley Scott, 1982), en el Avenida. Tengo todos aquellos cines como los lugares en los que he pasado algunos de los momentos más felices de mi vida.
El Torre de Madrid también pertenecía a esa categoría de la sesión numerada de riguroso estreno, la de los caros. El hecho de que acogiera en su pantalla las proyecciones de la Filmoteca sólo podía significar una cosa: el comienzo del ocaso de sus mejores tardes, aquellas en las que sus espectadores se vestían de domingo, aunque no lo fuera, porque era un pequeño lujo asistir a sus sesiones. Naturalmente, la Filmoteca pagaba un alquiler por la sala y estaba claro que a sus dueños le resultaba más rentable que los beneficios obtenidos en la taquilla. Esto significaba que no sólo eran los cines de programa doble en sesión continua, los cines de barrio, los baratos, los que asistían a su inexorable declinar desde la popularización de los videoclubes. Los de la Gran Vía también empezaban a entonar su canto del cisne. Su agonía habría de ser algo más larga de lo que entonces se pensaba, pero nada la habría de parar. Comenzaba a soplar sobre ellos el viento de la Historia. Ni más ni menos.
En cuanto a las proyecciones a las que asistí en el Torre, recuerdo sobre todas ellas la de Le point du nord (1981), del gran Jacques Rivette. La descubrí una tarde en la que esperaba algo ajeno a la pantalla que la suerte volvió a negarme. Aquella cinta fue mi consuelo a esa esperanza siempre defraudada. El cine de Rivette, que en España sólo comenzó a distribuirse -y muy tímidamente- en los años 90, tenía para mí el carácter de los mitos. Le point du nord ocupaba un lugar preferente en la leyenda por la malograda Pascale Ogier, quien la protagonizaba junto a su madre, la actriz Bulle Ogier, toda una referencia en el cine de autor europeo. Muerta con tan sólo veinticinco años a consecuencia de una sobredosis, Pascale -que para Érich Rohmer interpretó Las noches de luna llena (1984)- se me antoja como la más genuina representación en la pantalla de las chicas de mi generación que se llevó la heroína.
Pero, a decir verdad, mi generación, el resto del mundo, todo lo que no fuera ver una película, ocupaba un segundo plano en mi vida. De hecho, como se desprende de las líneas precedentes, los recuerdos referidos no ya a la cinta en sí, sino a su visionado, empezaban a contar en mi memoria como cuentan en la del común de los mortales los de los prolegómenos a los grandes hitos de su existencia.
Mi cinefilia ya era absoluta, en efecto. Sin embargo, aún estaba en sus primeros estadios. Prueba de ello es lo que aportó a mi experiencia, a mi itinerario como soñador del cine, el ciclo que la Filmoteca dedicó a John Ford en 1987. Ni que decir tiene que el Ford básico -La diligencia (1939), Pasión de los fuertes (1946), Fort Apache (1948)- ya me era conocido desde mis días de mero espectador. Pero el Ford que bien podríamos llamar "profundo" -Hombres intrépidos (1940), No eran imprescindibles (1945), El último hurra (1958)- me fue dado entonces.
Al cabo, tengo la impresión de que con ese monográfico pasé del John Ford de los datos leídos a la verdadera admiración por la lírica de su discurso. Las emociones expresadas en el último plano de Hombres intrépidos, cuando en el periódico que Donkeyman (Arthur Shields) deja caer al agua leemos que el Amindra - el barco en el que han secuestrado a Driscoll (Thomas Mitchell) porque están faltos de tripulación- ha sido torpedeado en el canal, me llegaron al alma motu propio, no porque hubiera leído previamente sobre ellas en ningún sitio.
Sí señor, en el 87 descubrí a John Ford por mí mismo. Que no por lo apuntado en la innumerable -y casi siempre encomiable- literatura sobre el maestro, que desde el John Ford (1971) de Peter Bogdanovich hasta el About John Ford (1981) de Lindsay Anderson, ya había tenido oportunidad de leer. Metido en tan grata faena, fue especialmente conmovedora esa secuencia de No eran imprescindibles en la que la teniente Sandy Davys -la maravillosa Donna Reed en una de sus grandes creaciones- se ciñe sobre el cuello un collar de perlas para cenar junto a los tenientes Brickley (Robert Montgomery) y Ryan (John Wayne) bajo un bombardeo japonés como si se encontraran en un restaurante de Pasadena.
Y por supuesto el porche de Centauros del desierto (1956), cuanto le queda a Ethan (Wayne) luego de haber devuelto a su sobrina Debbie (Natalie Wood) con los suyos y que éstos le den con la puerta en las narices, ignorándole en la celebración del reencuentro.
Creo que pasé a segundo de cinefilia cuando entendí por mí mismo -que no por las lecturas previas- el significado de la lírica de John Ford. Y eso fue con la Filmoteca en el Torre. Entonces concluí que una de las ideas principales que se desprenden de la filmografía del maestro es la de la victoria en la derrota. Latente de forma sublime en Escrito bajo el Sol (1957), cuyo protagonista Frank W. Wead (Wayne) encontrará su destino como guionista de Hollywood después de quedar imposibilitado para el servicio en la incipiente aviación de la armada de su país. Paradoja que, más cruelmente, también encontramos en El hombre que mató a Liberty Valance (1962), en la que la derrota de Tom Doniphon -siempre Wayne- en el amor de Hallie (Vera Milles) y en la gloría de haber dado muerte a Valance (Lee Marvin) se convierte en la victoria de Ransom Sttodard (James Stewart).
Aún le doy vueltas a lo que supuso en mi experiencia cinéfila aquel ciclo. Pero no es menos cierto que descubrí la grandeza de los westerns que Anthony Mann rodó en los años 50 -Horizontes lejanos (1952), Colorado Jim (1953), El hombre de Laramie (1955)- en la pequeña pantalla. Después de dos años grabando todo el cine que era de mi interés de las emisiones televisivas, me impuse la tarea de ver varios de aquellos VHS todas las semanas. Esto determinó mi experiencia cinéfila de forma inmediata. Hasta entonces, incluso en mis días de mero espectador, ver el cine en la pequeña pantalla no me parecía serio.
En general, la televisión de hace treinta y tantos años, además de analógica, era bastante rudimentaria. Cuando no había doble imagen, ésta aparecía nevada. Por no hablar de su escasa definición. El común de los telespectadores la veía tan campante, pero a mí me enervaba. En efecto, la imagen catódica de los años 80, respecto al cine, se me antojaba poco menos rudimentaria que el teatro. Y, sobre todo, muy pequeña. De modo que tomé la determinación de sentarme en la primera fila en el cine. Invariablemente, para que la gran pantalla fuera más grande. Fue un acercamiento paulatino -en la misma medida que iba abundando en mi cinefilia, me empezó a molestar la gente entre la pantalla y yo-, pero precipitado al final por la frecuencia con la que comencé a ver en televisión mis primeras grabaciones.
(continúa en la entrada del 27 de agosto de 2019)
Publicado el 6 de agosto de 2019 a las 09:00.